sábado, 22 de diciembre de 2007

¿Quién ha dicho que vengo de serie?

Qué lástima me dan los que no sienten; los que viven arrastrados por la corriente; los que no saben reír cuando van en dirección contraria; y los que no me entienden. Y qué lástima me doy a veces cuando sé que ni lo intentan, cuando me río de ir siempre con los pies en la cabeza - la cabeza en los pies-, y cuando no puedo evitar sentir. Otra vez, sí. Otra vez estoy cansada. Porque no me gustan ni los círculos ni que los ríos vayan al mar. Pero, sobre todo, odio –ODIO- no poder dominar mi mundo en este veintiuno de diciembre que algunos dan por terminado, en este viernes sin fin que no recuerdo a qué hora empezó. De igual forma, odio el rumbo que he extraviado, tanto como saberme un punto vagabundo.
Ya llegó ella, de rojo y verde, y las calles se visten, las luces despiertan, renacen los escaparates. Pero, ¿y la gente qué? La gente compra. Y compra. Y regresa para comprar algo que ha olvidado. O que nunca ha querido. Los colores lo inundan todo un año más. Pero mi árbol de plástico ha ido haciéndose más y más pequeño cada navidad. Y, con él, mi ilusión. Ya no hay adornos ni guirnaldas en mi vida, y las semiesferas de cristal que pretenden encarcelar nieve han perdido su magia. (¡Vuelve!)
Aquí no queda nada. ¿Sabe usted dónde puedo…? Silencio.
Vacío…



De repente, una sonrisa.

Un regalo desinteresado: ¡un beso!

De nuevo esos labios. Pidiendo ser besados, sonrientes. Ellos no ven: sólo sienten. (Se acercan más y más, hasta hacer desaparecer las luces de colores, los cristales tintados de tentación, la gente…).


Sólo una nota: no lo intentes, no podrás comprenderlo. Hoy no. Es que no vengo de serie y la mantequilla de la tostada ha caído sobre lo que podías llamar manual de instrucciones.
A lo mejor tenías razón.

domingo, 16 de diciembre de 2007

No sé si he perdido.

Eso es lo malo de las batallas: que ganar no es la única opción. De hecho, ni siquiera es la más probable. Pero, a pesar de todo y tras unos meses sin agitar ni una sola palabra en esta varita mágica que todos llamáis Internet, he vuelto. Y lo he hecho para decir –al mundo, a cualquiera que pase por aquí, a mí misma o a nadie- que mañana no tendré que levantarme. Es que hoy no me pienso caer. Hace días les cambié la graduación a mis gafas de ver fracaso y desde entonces no veo nada. Por eso ahora que no las llevo cierro los ojos para verlo todo más claro. Así, con el telón cerrado, puedo –si no ver- entrever la razón por la que ni he perdido ni he ganado. Dicen que para perder hace falta luchar y me temo que hace mucho que mis armas están más que oxidadas. Entonces, ¿qué? Entonces, nada. Una no-derrota más para la extensa colección; que no es victoria, que no supone rendición y que me deja donde estoy; donde he estado, viendo sin mirar, esperando que el tiempo hiciera por mí lo que yo no me tomaba la molestia de hacer en el tiempo, aguardando quieta, sin ser. Bueno, al menos creo en mí. Y no porque quiera, sino porque no me queda más remedio. Nadie o yo, yo o nada. Qué le voy a hacer, si mi máquina maravillosa aún sigue averiada.

Por esta vez, me felicito: hoy he aprendido una forma más de cómo no hacer las cosas.

sábado, 29 de septiembre de 2007

La vuelta, sin albaricoque craneal.


Nuevamente regresa la normalidad. Una normalidad cambiada pero que en apenas un par de semanas volverá a convertirse en rutina.

Hoy me asusta aquello cuya evocación me traía una imagen reconfortante del mañana, ayer. Es que aquí, a éstas y a otras horas, bajo este puente sin construir y que amenaza ya con derrumbarse, vivimos mi despertador y yo. Y él, por desgracia, cuando no concilia el sueño sufre graves crisis nerviosas, las cuales me obligan a librar batallas campales contra las sábanas para poder, así, levantarme y calmarlo. Día a día, mi lucha contra los pitidos descontrolados se repite. Parece no tener fin y temo que alguna mañana despertaré sin sueños. Al menos, ciertas madrugadas me anuncian que son de viernes. La de este antesábado tan largo fue, obviamente, una de ellas. Me dijo que podía quedarme hasta tarde. Pero son más de las once y empieza a despedirse de mí. Seguramente lo acompañe. El único premio con que me haré, una mirada –oscura, suya, sonriente- que se posa en la mía y me tortura.

Fuera, está lloviendo. Me da la sensación de que dentro también, aunque nadie protesta. No sé si es porque están dormidos o porque me he vuelto a quedar sola. Lo cierto es que la tormenta parece dotada de ser y su carácter se asemeja mucho al mío. Sus peores palabras ocultan una verdad ignorada: las mayores ganas de llorar. Se enfurece, cesa… y durante unos minutos sigue sin dejar de llover.

No me importa lo que piensen de mí, no me importa que a nadie le gustemos este texto o yo, ni que parezcamos desordenados e incongruentes. Sinceramente: no me importa. Debo confesar, dicho sea de paso, que esta despreocupación (de forma inevitable parcial y condicionada) es fruto de años – vale, no muchos- de reflexiones y, fundamentalmente, de errores, “errores irrefutables” del pasado. Es por este motivo por el que abandoné la ardua tarea de desahuciar mis ideas de ajedrecista prejubilado y me dediqué afrontar que se trata de un objetivo tan ideal como imposible. Di por perdida, por otra parte, la concienciación general de que preguntarme cuándo bajaré de esta nube es absurdo. Tanto como plantear al viento en qué circunstancias dejará este globo colorista y plagado de payasos de preocuparse por banderas. Podrían enseñar eso en los colegios. Lamento no poder hacer nada y lamento lamentarme. De quejumbrosos está el mundo lleno (y de otros especímenes a los que en lugar de un cerebro les tocaron un albaricoque y el valor de esgrimirlo orgullosos).

En fin, todos nos rendimos en ocasiones y todos nos excusamos en el hecho de que todos lo hacen…

sábado, 22 de septiembre de 2007

Conjugando el verbo criticar.

Es curiosa la facilidad con que criticamos a los demás -entendiendo criticar en su sentido negativo. Esa habilidad que nos permite pronunciar sentencias acusadoras con toda ligereza y sin ningún tipo de remordimiento –o con: omnipresente reincidencia-, qué extendida está. Cómo se nota que frente al fuego de lo malo casi siempre hay un reguero de pólvora.

¿Y todo para qué? Para excusarnos en los errores ajenos y tratar así de excluirnos de la asociación inexistente con más miembros potenciales: la de los que se equivocan. La integran, por lo común, el mundo entero menos la persona que esté refiriéndose a ella en un momento dado, ya sea a causa de un desaforado y momentáneo desdén hacia la “creación” o bien por un inconformismo crónico al que su propia persona es inmune (¿?).

Porque ¿nosotros? Nosotros somos perfectos: ¡faltaba más! Son “ellos”, los otros, quienes cometen locuras y son culpables de todo lo malo que les suceda a ellos y al mentor de la asociación en el tiempo elegido. Por eso, nunca podrán privarnos del derecho a mirarlos como a seres caídos de otro planeta. ¡Nunca! El único inconveniente, eso sí, es que el ellos y el nosotros se confunden, ya que intercambian constantemente los papeles hasta tal punto que ambos conceptos quedan enterrados por el relativismo y pierden su sentido.
Pues a ver qué hacemos, porque esto es serio. Y por mucho que parezca que estoy perdiendo la cabeza, debo decir a mi favor que estoy dispuesta a encabezar –sin ella, por supuesto- una búsqueda sin descanso de nuestras cabezas, de las de ellos, y de las que no son ni de nosotros ni de ellos pero también se han ido y merecen ser recuperadas. Si volvemos sin ellas, tendremos que abrir nuestros horizontes para ser partícipes de una nueva hazaña, en la que grabaremos nuestro esfuerzo también, del mismo modo pero con peores intenciones. Encontraremos algo o alguien a quien culpar de nuestro fracaso, del de ellos y del de los otros. No veo otro remedio. Aunque, pensándolo bien, no será tan fácil como antes, cuando había nosotros, ellos y otros. Para una vez que estaríamos juntos… y, sin empezar, la cosa –qué palabra más rebuscada, debí sustraerla en algún pasillo de biblioteca- se nos-les (a ellos y a los otros) complica.

Muy probablemente, ficharemos a un culpable antes de que lo haya. Así igual nos ahorramos incluso el ajetreo de perseguir las cabezas y esas historias. Total, para lo que las necesitábamos, ¿no? Ya está: la culpa del posible hallazgo fallido se la echamos al gobierno, o a la sociedad, o a suertes, que por lo visto un otro se ha traído unos dados de su otro mundo. No, si está claro que ¡no nos moverán!

Sálvese quien pueda…

sábado, 15 de septiembre de 2007

Sin nombre.

El chico había crecido en un poblado de no más de dos docenas de vecinos. Entre aquellas casuchas de adobe y paja era fácil respirar la humildad de unos moradores que, por o pese a ser pocos, eran uno. La piña no nació por casualidad o por meras simpatías sino que fue fruto de años de penurias compartidas. Se trataba, y nadie se atrevió a ponerlo en duda jamás, de una unión estrictamente necesaria para sobrellevar en las mejores condiciones posibles las terribles sequías con que, periódicamente, la aldea era azotada sin piedad.

De lo que aconteció durante el transcurso de aquellos cuatro abrasadores meses de 1901 en ese lugar cuya ubicación no figura en los mapas, sólo diré que no quedó ni gota de alegría, ni de esperanza, ni de vida en ninguno de sus polvorientos rincones. Aquel año acabó en octubre porque en octubre ya no quedaba nada.
Aquel año, el pequeño aprendió a sembrar desolación. Demasiado temprano pero muy tarde. Sus penetrantes ojos negros, súbitamente envejecidos, ya no podían anegarse siquiera. Sus lágrimas, al igual que todo lo que rodeaba su cuerpecito abandonado, también se habían secado. Así, era imposible ahogar la desgracia. Seguía siendo un niño. Un niño sin edad, sin tierra, sin llanto y sin nombre. Sin nombre, sí. Porque la adversidad que arrasó aquel pedazo del mundo se lo había llevado consigo, y él lo sabía. Lo que más le asustaba era que no lo echaría en falta: los nombres son para los que alguien necesita nombrar. Y a este mensajero de la miseria no le quedaba sobre la tierra más compañía que la de aquel perro desorientado y vagabundo que parecía recién salido de una reyerta con el diablo. Ambos eran los únicos supervivientes del desastre. Sólo ellos escaparon a la tragedia, y fueron ellos mismos quienes más la sufrieron. Frente al ¿por qué?, la más triste de las respuestas. La única explicación que cabe en esta historia: hasta la muerte los había olvidado.

Por mi parte, siento anunciar que ya dejé de escribirles cartas. No tenía adónde enviarlas y, al parecer, ninguno de los dos sabe leer.

Ninguna parte, 15 de septiembre de 1904. (Traducción libre de Joyce).

miércoles, 12 de septiembre de 2007

Llueve sobre mi rosa.


Mis momentos no siempre son malos. Sin embargo, si escribiera una novela breve y en ella tuviera que condensar algún archivo vital, estoy casi segura de que serían soledades y frustraciones las que ocuparían más páginas.
No porque relegue a un cuarto oscuro la parte positiva de mis días, ni porque sea una amargada retorcida que desdeña sin más por ser incapaz de encontrar un poco de luz en todo esto. ¡En absoluto! Es por una manía que tengo y a la que creo haber hecho ya alguna alusión. Bueno, por dos: no soporto dormir con los ojos abiertos y, además, escribo cuando estoy cansada. Es cierto que hay muchas formas de recomponer una cadena de eslabones inconexos. Pero que nadie dude de la naturaleza de esa cadena, porque es literatura. Literatura milenaria, salvajemente viva, reina de la vida, siempre nueva a unos ojos que no la han descubierto, muerta para quienes no creen en ella. ¡Literatura! Qué no daría yo por escuchar de nuevo tu nombre en los labios deseados. Qué no daría por poseerte. Y, pese a todo, al fin y al cabo sólo escribo por necesidad y esto que compongo, inútil, no tiene nada que ver contigo. Amante inmortal, sé que no estás en estas frases mal elaboradas sino detrás de ellas. Pero al menos no ambiciono más que acercarme un poco a ti, y eso me deja donde estoy.
El caso es que quiero hacer una excepción. Este capítulo, espero no decadente, no será uno de mis relatos de decadencia ni otro homenaje al absurdo. Sencillamente, tratará sobre la parte más amable de este laberinto en que me encuentro y cuya salida espero no hallar en mucho tiempo. Podría resumirlo en un año. También sintetizarlo en un pronombre. Es muy posible que no sea imprescindible más que una sola palabra. En lugar de eso me limitaré, no obstante, a decir –a viva voz y sin articular sonido de ninguna clase- que ayer fui libre y gocé mi libertad.

Noche de lluvia tormenta sentada en la parada de autobús sola ligeras gotas de lluvia tú coches luces rostros expectantes sigo aquí ojalá estuvieras otro rayo no puedo olvidar no no es ese gracias nada más no importa si no… dime sí esperando aún te quiero sí sigue lloviendo hacía tiempo que no me sentía tan debe de ser no tampoco es vendrá son las… sí es pronto todavía no sé qué.. pero qué importa cuando llegue sí no pensar blanco da igual vivo personaje de libro me encanta hablaremos cuando… esa letra gracias me siento… cuidado se cae que dure papel oscuro boca abajo quizá en el armario no abro casi nunca buscaré momento magia tanto tiempo ¿qué digo? sentada yo… al fin algo que… sí ahí está paraguas no si está cerca cuidado flor corre la bolsa sujeta ya hablamos te dejo viene se moja así mejor ya está buenas noches ése sí cuidado con la… ahora.
Allí estaba, de vuelta, después de recorrer el andén. Sentada en las rodillas de una tormenta que anunciaba el final del verano. Me parece que fue ayer… Con una media sonrisa, imaginando otra media sonrisa y pensando en el modo que elegiría para conservar una rosa.

domingo, 9 de septiembre de 2007

Los periódicos titulan: "Hay vida en la Luna".


Haré estallar un volcán. ¿Qué digo? No es más que el flexo que ilumina mi escritorio, y sólo mi escritorio. Yo… yo sigo en penumbra.

Quizá si… No, tras el cristal de mi ventana ni siquiera luce el sol. Estará ocupado. Espero que no se trate de un viaje de negocios. La última vez que nos vimos me prometió que nunca se vendería. Fue cuando le supliqué que no contara a nadie mi secreto. Es que hace años compré una parcela en la Luna y preferiría que ese tema no saliera a la luz, por aquello de la especulación. ¡Ahí va! Lo he dicho…

He de añadir, señor inspector, que no pretendo construir nada en ella. Suelo ir sin más interés que observar mis problemas desde fuera, desde “muy afuera”, desde tan lejos que su oscura imagen quede oculta por las nubes. ¿Qué? Perdone, pero dudo mucho que le invite a usted algún día a mi paraíso sin ley. ¿Anarquista? ¿Qué dice? No, no: sólo es mío. Entiéndame. Allí no me importan ni su traje ni sus ideales prefabricados. Bueno, aquí tampoco, pero finjo que sí. Nada personal, no se preocupe. Lo mejor será que se quede. Pero volvamos a lo nuestro. Ya sabe, lo de antes. Yo hago como que le escucho mientras usted aparenta ser importante: una sencilla compra-venta de opiniones que carecen de valor. ¿Adónde quiere llegar? ¿Está loco? ¡No, claro que no! Oxígeno no es precisamente lo que necesito cuando no puedo respirar. Qué absurdo es todo aquí. Qué absurda es su corbata de rombos. ¿O será la influencia ejercida por su dueño, que no deja de apretarle el nudo? Bah, da igual. Si yo ya me iba.

Pensamiento a pensamiento, en cada línea me aparto más de este mundo en que no hay tiempos fáciles, acercándome a mi pequeño terreno lunar –deleitada, progresivamente olvidada, más yo al despojarme de un millón de bártulos inútiles y de toda esta parafernalia que no se cansa de agobiarme.

viernes, 7 de septiembre de 2007

Me gusta.


Me gusta teclear palabras a las dos de la mañana por necesidad. Me gusta atiborrarme de chocolate con un 93% de cacao y no arrepentirme después. Me gusta verte sonreír. Me gusta que alguien que me quiere me diga algo gracioso y no pueda evitar volverse para verme reír. Me gusta la literatura y cuando todo el mundo me recomienda encarecidamente un libro –el mismo- surgen en mí deseos irrefrenables de ir a la librería más cercana para asegurarme de cuál es y comprar otro. Me gustan las matemáticas, la física y, sobre todo, no avergonzarme en absoluto de nada de lo que estoy escribiendo. Me gusta oír hablar a personas cuyo idioma (aún) desconozco. Me gusta tirotear prejuicios y criticar a los criticones. Me gusta volver a casa en tren, tan distraída que cada minuto de trayecto haga tender a infinito las posibilidades de no volver hasta el día siguiente. Me gustan los pantalones y zapatos de cuadros. (?). Me gustan las “boguimolas” que comen los niños pequeños, y el café con leche si lleva seis cucharadas de azúcar. Me gusta pasar horas pensando antes de quedarme dormida. Me encanta discutir, en el buen sentido, ¡cómo no! Me gusta la brisa que me acaricia cuando camino sola y me siento bien. Me gustan los ambiciosos cuyas aspiraciones no consisten en pisar las de sus vecinos existenciales. Me gusta curiosear para entender cuestiones que la mayoría calificaría de inútiles. Me gusta ser esponja sin tener mi propia serie infantil. Me gusta más ver la “tele” cuando está apagada porque así, al menos, se le puede conceder el beneficio de la duda. Me gustan las caras de sorpresa. Me gusta ser más pesimista que el propio Murphy y luchar de todos modos por darle la vuelta a la tostada gigante de la vida, aun a riesgo de morir ahogada por la mantequilla. Me gustan las películas que se hacen llamar “del absurdo” porque, a diferencia de otras muchas, no venden un espectacular hilo argumental que al final resulta ser fantasma. Me gusta jugar con niños pequeños, olvidando por un momento en qué van a convertirse en unos pocos años. Me gusta que me trague la tierra en situaciones incómodas. Me gusta mi nuevo reloj de sol y usarlo en interiores. Me gusta envolver regalos de forma “original” para disimular que envolver no es lo mío. Me gustas cuando estás dormido y hasta pareces bueno. Me gusta ser yo misma quien desordena mis pertenencias: si no, después no encuentro nada. Me gusta no tener remedio, pero no tanto como darte la razón cuando me lo reprochas como si fuera un punto negativo. Me gusta ser como soy, porque no puedo evitarlo.

jueves, 6 de septiembre de 2007

A veces, no puedo reír.

Todo porque ahora tengo miedo. Y miedo al miedo. A un miedo tan irracional como casi todos. A ese miedo que no sólo ciega: también entiende de locuras. Pidiendo una oportunidad. No más. Una vida por delante que debe ser vivida como siempre quise. Miles de sueños por cumplir y ganas de recoger del suelo las ilusiones perdidas. Pidiendo una oportunidad. Una. Quiero vivir. Hoy más que nunca, quiero vivir. Porque, hoy más que nunca, valoro poder seguir adelante. No es cumplir todas mis aspiraciones lo que deseo: pido únicamente la posibilidad de intentarlo. Hoy menos que nunca, me preocupo por la forma en que escribo estas líneas. Es el miedo -¿o la esperanza?- quien las escribe. Será la desesperación. Será ella quien no me deja reír. Ha enredado mi sonrisa entre sus dedos y no sabe si alguien acudirá a rescatarla. No sé si, a tientas, sigue esforzándose por marcar el 112 o si aún arremete contra su secuestradora. Lleva horas sollozando en silencio, como si se hubiera rendido.

Descubridor perdido.


Descubridor perdido, que cambiaste los océanos por lágrimas; que dejaste de soñar con cambiar el mundo y abrir nuevos horizontes para anegarte en llanto; que cubres con tu desconcierto el vacío que dejaron el exotismo y los tesoros escondidos. Descubridor perdido, ¿es que no ves que sucumbiste ante el orgullo del hallazgo? Olvidaste una naturaleza inexplorada –la tuya- por dedicarte a recorrer paraísos que jamás te pertenecieron.
Aventurero solitario, llorando tu soledad en el corazón de la selva. Sediento de compañía, desvalijada tu alma. Puede que nadie vaya a buscarte, lo sabes. ¡A ti, que tanto has encontrado! ¿Quién podría hacerlo…? ¿Quién si no tú, viajante vagabundo, daría el alma por entrever la silueta del abismo? Eres conquistas sumergidas. Eres un texto sin rumbo entregado a destiempo.
¿Y si pudieras llevarme contigo? Pero tu cuerpo abandonado hace mucho que es un pecio en el fondo de unas aguas que tienen poco de reales. Son las de una ínsula que inventaste y fue testigo de tus días de ilusión. Aquellas cuyas olas ahogaron la voz de un niño al que no quisiste escuchar. Son ésas, te digo. Escucha. No niegues que estás llorando. ¿No lo escuchas?
No sigas negándolo… Escucho. Vida, tu vida, si vida, escalar: sin dirección ni sentido, como módulo los incontables peldaños de una escalera que no conduce a ningún lugar. Ni en tus brazos, ni en tu barca, ni en tu isla hubo nunca espacio para dos. Ojalá fueras un náufrago.

viernes, 10 de agosto de 2007

De momento, me voy.


No creo que vuelva por aquí en unas semanas... Si alguien me necesita, que me venga a buscar... en un coche de policía. Si no, nada.
(¡¡Viviendo!!)

Más allá del olvido.

Esta mañana he vuelto a encontrarte revolviendo entre viejos cuadernos, aún con sus anillas sin oxidar, sus páginas tan blancas como la primera vez que los abrí. Hojas vacías llenas de historias que nunca empezaron, aunque no porque nadie lo intentara, precedidas por cuidadas palabras que pretendían ser casuales. Pueden seguir ahí, pero no, ya no están: se fueron contigo, y no las culpo.
Recuerdo que casi me arrebatan la vida en su inexorable lucha por escapar del papel en que yo me resistía a escribirlas. Lo recuerdo en este olvido. No fui más que su rehén, hasta que pasé a ser su esclava. A veces, incluso, me sentía salvajemente afortunada de serlo, y supongo que fue ésa la puerta que permitió el paso a mi perdición. Cuando aquella mirada arrancó a hablar, acentuando el valor de lo que decía con un acento que nunca acertaré a describir, se cayó el cielo. Son esos unos ojos que no sentirían nada si leyeran estas líneas, despojadas de todo estilo para centrarse en esta tierra superviviente que se ahoga en una laguna artificial.
A ti, no más poemas. Me basto y sobro para ser consciente de que no sé escribir. ¿Crema? ¿Y qué mas da? Pero lo que sí sé es leer. Incluso puede que fueras tú quien me enseñó. Es por eso que, cuando el día más amargo de la semana acostumbraba a transcurrir entre el martes y el jueves y en ocasiones se hacía llamar fin de semana, leí en tus ojos - los de antes-, que estaba encerrada en un cuerpo que no era mío y condenada a experimentar de forma más intensa una soledad en apariencia voluntaria. Del mismo modo, pude leer que te ibas. Como también presentí que no volverías. Sin tan siquiera rozar mi piel, sin más despedida que un adiós silencioso a mi alegría y regalándome –sin saberlo- una caja con un puñado de ilusiones muertas y el final de una obra que nunca imaginaste representar. Me dejaste así: sumida en un eterno miércoles. Ahogándome mientras me olvidabas, porque en el mar de tu olvido no había agua con que embriagarse hasta hacerte desaparecer.
Ahora, sólo quedan cuadernos inmutables, esbozos inacabados, palabras desorientadas. Y una voz. Ahora, ¿qué nos queda?
Ayer, qué lejos estás de mí.

“Lo que no puede ser dicho es lo que un poema debe arriesgarse a decir.” Jenaro Talens, Más es menos.

domingo, 5 de agosto de 2007

Esperándote.

Estoy aquí, esperándote. Con la sensación de que llevo una vida entera esperando, con la sensación del que ha nacido sólo para esperar.
Y ahora te preguntarás, cuando hayas vuelto –porque esta vez volverás- si he perdido lo que me quedaba de razón. Sin embargo, aunque lo cierto es que no he perdido nada, encontrar sí que he encontrado, y más de lo buscaba. Más, por lo que hoy echo de menos y espero sin descanso bajo un cielo que sigue siendo el mismo y que no va a cambiar de nombre. Más, porque he aprendido a no ver mis errores como aguijones que nunca lograré sacar de mi piel sino como un medio de progreso. ¿Qué habría sido de mí si no me hubiera equivocado en tres de cada dos pasos dados? Si no me hubiera arrepentido nunca de tantos y tantos desaciertos, ¿cómo iba yo a descubrir lo ilógico de una comezón que no soluciona nada si uno no procura enmendarse? De ahí que me alegre de haber tropezado, ya no tres, sino mil y una veces con una y mil piedras. Porque, de no ser así, seguirían en mi camino entorpeciéndome el avance. Ante mí, se extiende un largo sendero lleno de ramificaciones, algunas sin salida; pero todas ellas cubiertas de nuevas piedras con las que caer, y con nuevas, conocidas o propias manos para levantarse y seguir caminando.
Por el momento, no puedo tropezar. Es que sigo aquí, esperándote.

Puede que antaño, cuando eras otro –siempre eres otro-, ese error fuera necesario como todas tus verdades actuales, al igual que una piel, por así decirlo, que ocultaba y envolvía muchas cosas que no tenías derecho a ver aún. F. Nietsche, La gaya ciencia.

Verano viene, verano va.


El agobiante calor es motivo, al parecer, de una frecuente alteración de la sangre que lleva a algunos a desembocar en el mayor de los trastornos. ¡Ay, agosto, que nos tienes locos!
Ya se sabe. En verano, lo que no son desequilibrados… son mosquitos. Y los que no son ni desequilibrados ni mosquitos, se arrojan al “mar de su incomprensión”, para volver navegando en un botella -con las vestiduras rasgadas y la razón en una pieza- cuando el caos no sea más caótico de lo habitual. O bien se desatan las cuerdas –ojo: ¡desatan!, ¡no las tiran a un agujero negro!- y optan por unirse a esa orgía de colores, sabores, sensaciones de todas clases y… mosquitos que les es ofrecida por el estío y sus adeptos.
Mejor sucumbir ante sus encantos, volar sin temores y –cómo no- sobrellevar las picaduras de esos insectos tan molestos, concienciándose de que, por mucho que a nadie le parezcan tan “divertiditas de rascar” como a Neddy, sus causantes no tienen tanta malicia como les achacamos.
(Consulte a su farmacéutico si desea ser menos picado. Si sigue picado y desea matarlos a todos, consulte a su médico, de cabecera no, de cabeza.)

viernes, 3 de agosto de 2007

Oveja ¡NO!

No soy una oveja. Ni una gota de lluvia más, ni un grano de arena en el desierto, ni un número en una larga lista. Al menos, no para mí. Soy yo, y con eso me basta.
Me he tomado la libertad de enumerar una serie de, en apariencia, sencillísimas instrucciones a seguir para intentar no ser más que un animalito domesticado. Ahí van:
1. No bales (del verbo balar, evidentemente): escribe, habla, protesta, ponte de acuerdo.
2. No sigas al rebaño sin preguntarte por qué.
3. No permitas que te roben la lana: véndela tú.
4. No admitas que te impongan lo que no debes hacer sin explicarte nada. ¡No lo hagas!
5. No, no, no te dejes llevar por quienes van con el “no” por delante a todas partes.
6. Quema tus ideas preconcebidas, y trata de comprender el origen de las de otros en lugar de juzgarlos sin más.
7. Respeta siempre al rebaño porque –lo quieras o no- no podrías vivir sin él.
8. Critica al pastor todo lo que consideres conveniente, pero no lo hagas porque creas que desempeña un papel que nunca podrías desempeñar. Es peor ser envidioso que ser oveja.
9. Cambia si es lo que quieres: olvida el miedo a que piensen que has dejado de ser tú mismo. Eres “más tú que nunca” cuando eliges quién quieres ser haciendo caso omiso a ese estúpido y demasiado visto “qué dirán”.
10. Ayuda a que el mundo sea como quieres y deja, por favor, de llorar que nunca será parecido a tus sueños o al simplón paraíso de los teletubbies. ¡Despierta! ¡Actúa! Y decide después si prefieres seguir soñando.
11. No veas en los que amas una mera necesidad (egoístamente balando), sino una pieza fundamental para componer ese extraño ser incompleto que eres.
12. Y sobre todo… ¡¡piensa!!
13. La suerte… es sólo la excusa de los que “creen en lo irresistible” y no están dispuestos a cumplir las condiciones anteriores. Así que ve buscando un minino negro y derrama sal (sobre el gato no, hombre, ¡no seas salvaje!) sobre un espejo mientras repites “seis” muchas veces. Si tienes escalera… premio. Aunque te advierto que si hay ovejas y entre la masa cunde el pánico, esa suerte que no existe se volverá contra ti y acabarás tragando sal, con un esguince (o rotura: depende de la escalera elegida), con un gato malencarado, y tuerto a causa de uno de los puntiagudos cristalitos del espejo que rompiste.


Quítate ese ridículo disfraz.

lunes, 30 de julio de 2007

Reloj, no marques las horas.


Quiero que se pare el tiempo. Tenga o no forma de pera. Quiero que las agujas del reloj que nunca llevo me den tregua por unas horas. O hasta que se cansen de estar quietas. Hasta que nos cansemos; nunca. En el preciso instante que yo elija –libre, libre, libre. No quiero guardarlo entre recuerdos, sólo quiero vivirlo. El momento justo en que quiero querer y quiero, en que no me avergüenzo de ser yo ni de ser como soy, en que el mundo no me queda ni grande ni pequeño. Por una vez. El vacío sucumbe a la emoción: es la emoción de ser libre. Y lo puede todo. ¿Quién no lo ha deseado nunca? Jugar a ser… dueña del minutero que me agobia, del reloj que me recuerda, incesante, el hecho de que el tren se irá sin esperarme y sin remordimiento. Dominar unos segundos inexistentes, detenidos. Hacer que la curva tienda al infinito, hasta que el mundo sea absurdamente mío. Sin girar, porque una ilusión, la mía, ha hecho que se detenga para mí. Para nosotros. Aunque para el resto siga su curso. Por favor, no marques las horas.

“Detén el tiempo en tus manos, haz esta noche perpetua. Para que nunca se vaya de mí, para que nunca amanezca.”

domingo, 29 de julio de 2007

¿Oremos?

Sobre el valor del rezo mecánico, ¿qué puedo yo decir? Pues en fin, me temo que bastante poco. No obstante, me aventuro a escribir que he llegado a la conclusión de que, incluso desde el ateísmo, tiene un carácter extraña pero extremadamente práctico. En mi opinión, materializa la esperanza y es capaz de evitar que se volatilice la tranquilidad en ciertos momentos, especialmente lo primero. Porque si el objetivo no fuera más que distraer la mente, también se podría contar ovejitas (sin ánimo de ofender), casi con idénticos resultados. (Método, el de las ovejas, cuya validez no está garantizada para mentes complejas). Por otra parte, recitar ayuda a quienes sería de agradecer que no estorbaran en situaciones extremas a que no pierdan los nervios y empeoren lo que creemos que no puede ir peor –equivocándonos, probablemente. Son ellos a los que, según Nietzsche, “la religión sólo les pide que se estén quietos con los ojos, las manos y los órganos de todas clases” para que al menos no molesten ante este tipo de circunstancias, teniendo así “la oportunidad de parecer temporalmente embellecidos y… ¡más semejantes al hombre!”.
Ni para los creyentes, ni para los agnósticos, ni para los sin-dios: sólo para los que buscan el beneficio de ellos mismos y de los demás en un espíritu “añejo” o recién estrenado, pero de igual valor que todos los demás, de igual valor que la Igualdad.
Lejos de los prejuicios y, a poder ser, cerca del camino que nos lleve a mirarnos sin rencores infundados, sin condición.

A los cansados de estar cansados.

Que sé muy bien que cansarse de todo es un problema. Es un problema bastante agotador querer hacerlo todo a la vez, y al ver que no se puede abarcar tanto, optar por la inactividad. Al igual que lo es sentirse incomprendido, aislado, sin poder confiar en nadie porque sabes que nadie te entendería. No buscas la soledad: ella te busca a ti y, puesto que no siempre encuentras un buen escondite, es normal que acabe por alcanzarte.

En esos momentos, piensa que no estás solo. ¡Y qué más da si en verdad lo estás! Incontables son, y seguirán siéndolo, las veces en que prevalece la importancia de la creencia sobre la realidad. Quieras o no. Por eso, piensa en esas pequeñas cosas que hacen que la vida valga la pena. Y que conste que lo digo a sabiendas de que nuestro continuo hablar de “las pequeñas cosas” va a acabar por convertir este tema -si no lo ha hecho todavía- en eso que tanto pretendo evitar y que (entre nosotros) podríamos llamar “topicazo”. ¡Hay tantas razones para vivir! Para adorar la vida, ¡tantas! Tantas, que por mucho que te canses, por mucho que sientas que lo que haces no termina de llenarte, siempre habrá un millón de motivos por los que decir: ¡GRACIAS!

¿Gracias a quién? A ti mismo, para empezar. También, por supuesto, a los que te rodean y tratan, con la suya, de hacer tu existencia más llevadera, más agradable, más completa, e incluso, más mágica. Sin olvidar a aquellos que, de algún modo, te hacen sentir vivo. Ya sean desconocidos que se preocupan por ti al ver que has tropezado en la calle, que te has perdido o que una lágrima moja tímidamente tus mejillas, o bien cualquiera de aquellas personas –por desgracia… ¡cuántas!- que sólo te llaman cuando están buscando algo de ti, y te sacan de tus casillas –porque hasta la más paciente de las paciencias tiene un límite. Y es que a los hipócritas, los desesperantes, los mentirosos, los imbéciles, los altaneros, los vampiros –en ambos sentidos, que estaba quedando esto demasiado normal-, los avariciosos, los egoístas, y a todos esos seres –bueno, de lo de los vampiros no humanos no estoy del todo segura- que “no son más que lo son” pero se empeñan en demostrarnos lo contrario, no se les puede negar el don de hacernos sentir vivos, muy vivos; tanto que nos tiraríamos –como vampiros, ¡sí!, como vampiros- a esos cuellos en cuyo interior sabemos que residen esas incansables cuerdas vocales que se enredan en nuestros cables hasta que acaban, más que cruzándolos, cortando alguno.
Y si a algo o alguien debemos agradecer el milagro de sentir cada mañana es -¡claro!- a ese inmenso “escaparate interactivo” que es la vida.

Repite conmigo: ¡Gracias! Y repítelo con mayúsculas, amigo, que para eso agradeces lo mejor –y lo único, me atrevo a decir- que puedes asegurar que tienes. A estas instrucciones tengo que añadir, humildemente, otra condición, y espero no ser pesada. Si puedes, sonríe mientras lo repites, para ti o para los demás. Elige. Siempre, a todos: Gracias.

miércoles, 25 de julio de 2007

Tú justificas mi existencia.


Casi nunca las historias comienzan como si se tratase de cuentos ni, por supuesto, acaban como tales. Aunque a veces pasa que hasta el más tímido se desinhibe y el más raro actúa del modo más normal. Y, pese a que la excepción NO confirma la regla (¿a quién se le ocurrió traducir semejante estupidez?), todo puede suceder. Siempre quise creer en los Reyes Magos, incluso cuando me costaba tanto... Cerraba los ojos y hacía un esfuerzo por creer que esos tres hombrecitos ataviados tan majestuosamente subían con sus camellos hasta el cuarto piso en que vivía, llevando a cuestas trescientas ochenta y tres toneladas de regalos, las cuales debían ellos repartir a diestro y siniestro en una sola noche. ¡Sí! Una sola noche. Y tan sobrados de tiempo que en mi casa se permitían comer cinco tabletas de turrón y ocho naranjas. ¿Por qué no estaban más gordos? Estarían cansados de quemar calorías esa maldita noche, que encima hace frío en enero, y con tanto reparto y tantos niños inquietos aguardando a ver si, por un desliz, les pillaban en el descansillo, cualquiera soporta la tensión... No puedo renunciar a los cuentos. Además, no voy a dibujar ningún final. Con seis años sabía, de algún modo, que perder la ilusión era la peor de las opciones. Ahora, creo en ti. Pero no dudo: eres de verdad. Es la niña del ayer la que se ilusiona más y más. Por suerte, mi castillo ha dejado de ser de arena y sustentarse en el aire.
Así que “érase una vez” mi historia -y la tuya. Para contarla imploro a la magia de las letras, capaz de convertir al reo en rey, que haga de ti mi reo y mi rey. A cambio yo le entregaré mi alma, mi pluma, y una promesa. Quiero ser –y me atrevo a gritarlo tanto que atraviese y derrumbe estas murallas de piedra, de prejuicio medieval, de nada- presa en tu castillo y reinar en su interior. Un día, me dejé llevar. (Por cierto, ¡¿qué hago despierta a las tres y cuarto de la mañana?! ¿Lo mismo que a las tres y cuarto de la tarde? ¿Cómo que quererte?).
Renuncio a las palabras que acuden a mí, todas a la vez, en tropel, decididas, a lomos de un caballo de Troya en el que tú te escondes, preparándote para el asedio, y que ni siquiera estoy segura de que sea real. Son demasiado dulces, te lo he dicho tantas veces… No puedo vivir sin ti. Y te lo escribo así: sin azúcar, sin pretensiones egoístas, con lo único que tengo.

Libertad no conozco sino la libertad de estar preso en alguien. (Luis Cernuda).

martes, 24 de julio de 2007

Sueños de libertad.

Soy presa de un anhelo de ser libre que me consume entre estas cuatro paredes. Miro a mi alrededor y sólo encuentro rejas; unas rejas que para mi desgracia yo misma he forjado con ese algo que me quema y que algunos llaman desconfianza. Qué difícil vivir sin recordar por qué vivo y sin dar con la llave que busco a tientas, incansable. Qué difícil estar perdida en mí misma. Sigo buscándote –a ti, sí: a ti- para descubrir que no estás. No. Sin llamar al timbre, sin gestos ni palabras, a mi escalera parecen sumarse más y más peldaños, noes maliciosos que te hacen menos y menos cercano. ¿Cómo descender? Si atrás no queda más que un desván sin puerta, un ayer destartalado, tan absurdo como cualquier baúl de sueños rotos… La sola solución es subir, ciegas las sombras, sordos los pasos, tomando por bastón un sí. O un no disfrazado de esperanza, cargado del positivismo propio de la juventud. Porque de su fuente no gotean años sino ganas de sentir. ¡Claro que siempre le queda mucho más por vivir a quien lo ansía!

La vida. Cuando llega la locura.

Cansancio, hastío, impotencia, rabia. Perder la cabeza escuchando el bullicio de algo que bulle en algún lugar y sentir que quizá nada tenga sentido, incluso que puede que no lo haya tenido nunca. Sólo sabiéndote solo, presa del resentimiento y guiándote por un olvidado mapa al revés que llora haber perdido el Norte. Es entonces cuando la duda te asalta; inerme luchas por proseguir, pero en el empedrado se interpone un pie que te detiene nuevamente. Decides enfrentarte a la realidad: ahora, cegado por el desconcierto y tanteando a tu alrededor, buscas respuestas. Pero no palpas más que un gastado papel de “siga jugando” y la incertidumbre de un “¿por qué?” Y el negro se tiñe de blanco… Al tocar ya no hay nada: la posibilidad de aferrarse a un clavo interrogante también ha muerto. Sin embargo –o tal vez precisamente por eso- permaneces ahí, inmóvil, en ese recóndito rincón de ninguna parte donde hasta las sombras se desdibujan. Por un segundo en que las ideas se agolpan te crees capaz de dar con una razón; una basta. Pero no: no puede ser, y pronto caes, despertando con el pulso acelerado tras tropezar en tu ensueño. Con los ojos aún entreabiertos logras vislumbrar que en el vacío en que te encuentras descansan -inexplicablemente colgados- los recuerdos de un camino más o menos corto, menos o más cargado de sinsabores. ¿Balance de lo que fue, o del posible será? Probablemente de ambos; probablemente un simple desvarío; otro.

Soledad.


Una vez más, sentada. Hace horas que mi pared dejó de pretender ser mi confidente. Solo quedo yo. Sola. Lejos, una canción que se repite y se repite sin sonarme a nada, pero escucho el silencio. Un silencio con el que trato de olvidar que el fracaso y la impotencia existen, o de recordarme que puede que no signifiquen nada. Un silencio que observo –dulce, amargo, ya descolorido- y entiendo como único refugio. Es casi un sentimiento que nace acunado por un aire que calla, tintado de este invierno sin fin, acariciado por el pincel de la lluvia, buscando nada.
Y de nuevo me pierdo y, conmigo, las palabras.

Albores.


Soy diferente: sí. Y también consciente de que a muchos les molesta que lo sea. Pero, ¿qué me importa a mí? Hoy he ganado una nueva batalla, venciendo a la Pereza con que lucho cada día. Hoy estreno blog y alumbro pensamientos. Y lo hago con el ánimo del goloso que descubre una tableta de chocolate en la mesita tras comprobar casi con desesperación que no queda ninguna en el armario; o del pequeño que, nada más levantarse, recorre el pasillo en zigzag para ir, poco a poco, inaugurando lo que será la más importante de sus obras; o del alumno que, sin haber preparado un examen, lo afronta con el mayor de los optimismos, sentado en su mesa de colegio (tan típica, tan verde como lo sería su cabecita si fuera una fruta…).
Hoy soy yo la alumna, y este rincón, mi examen sin nota. Porque no tengo nada que perder y es en esa no-calificación donde está la clave, una clave que lleva impreso un nombre que no es el mío. Porque escribir en sí mismo es, si no Libertad, una liberación. Por eso, no haré por presentar este blog más que decir que en él no escribiré lo que caprichosamente quiera, sino lo que necesite escribir cuando el anhelo de libertad de mis ideas sobrepase mis límites.