sábado, 15 de septiembre de 2007

Sin nombre.

El chico había crecido en un poblado de no más de dos docenas de vecinos. Entre aquellas casuchas de adobe y paja era fácil respirar la humildad de unos moradores que, por o pese a ser pocos, eran uno. La piña no nació por casualidad o por meras simpatías sino que fue fruto de años de penurias compartidas. Se trataba, y nadie se atrevió a ponerlo en duda jamás, de una unión estrictamente necesaria para sobrellevar en las mejores condiciones posibles las terribles sequías con que, periódicamente, la aldea era azotada sin piedad.

De lo que aconteció durante el transcurso de aquellos cuatro abrasadores meses de 1901 en ese lugar cuya ubicación no figura en los mapas, sólo diré que no quedó ni gota de alegría, ni de esperanza, ni de vida en ninguno de sus polvorientos rincones. Aquel año acabó en octubre porque en octubre ya no quedaba nada.
Aquel año, el pequeño aprendió a sembrar desolación. Demasiado temprano pero muy tarde. Sus penetrantes ojos negros, súbitamente envejecidos, ya no podían anegarse siquiera. Sus lágrimas, al igual que todo lo que rodeaba su cuerpecito abandonado, también se habían secado. Así, era imposible ahogar la desgracia. Seguía siendo un niño. Un niño sin edad, sin tierra, sin llanto y sin nombre. Sin nombre, sí. Porque la adversidad que arrasó aquel pedazo del mundo se lo había llevado consigo, y él lo sabía. Lo que más le asustaba era que no lo echaría en falta: los nombres son para los que alguien necesita nombrar. Y a este mensajero de la miseria no le quedaba sobre la tierra más compañía que la de aquel perro desorientado y vagabundo que parecía recién salido de una reyerta con el diablo. Ambos eran los únicos supervivientes del desastre. Sólo ellos escaparon a la tragedia, y fueron ellos mismos quienes más la sufrieron. Frente al ¿por qué?, la más triste de las respuestas. La única explicación que cabe en esta historia: hasta la muerte los había olvidado.

Por mi parte, siento anunciar que ya dejé de escribirles cartas. No tenía adónde enviarlas y, al parecer, ninguno de los dos sabe leer.

Ninguna parte, 15 de septiembre de 1904. (Traducción libre de Joyce).

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Hola Julia. Por lo que estoy viendo eres una fantástica escritora. Sigue así y llegarás lejos. No sólo se te da bien lo relacionado con las ciencias y las matemáticas, sino también con las letras. ¡Qué completa!
Espero que nos veamos pronto. Muchos besos guapísima.

Joyce dijo...

¡¡Al final me has escrito!! ¡¡¡Gracias, niño!!! Y sí, a ver si nos vemos ya. ¡Besos!