miércoles, 27 de febrero de 2008

Esos son. Esos ojos oscuros. Los que no son.


Me equivoqué de sonrisa, esta noche. ¡Si al menos desapareciera al amanecer! Me persiguen esos ojos ¿almendrados?¿ verdes? ¿azules? ¿ grises? Negros; negros y suyos. Corro hasta la esquina más próxima… Parece que… Sí, siguen ahí –insaciables, tan empeñados en ser vistos como la primera vez que los vi o que me vieron. Tal vez los haya despistado... Dentro de uno, de dos o de tres días volverán a encontrarme, cuando se acuerden de mí. Y volveré a intentar escapar.
Si es que… tú… Pero yo ya tengo una sonrisa. Borraré con ella hasta que desaparezcan esas rayas azules, hasta que se desvanezcan. Esos ojos. Fijos. No… Diles que no me miren, que no me llamen.
Olvida ese sueño. Otro. Tira la mesa cuando te despiertes, o cámbiala de color. Pinta, pinta sobre lo pintado. Afila el lápiz de tachar impulsos sin sentido y rompe el de avivar fuegos que ni alumbran ni calientan: que sólo queman.

Ahora temo dormir porque hoy… no quiero soñar nada.

viernes, 22 de febrero de 2008

2-4. Lo que falta.


Me sobran estos cristales que me dejan entrever las figuras mareantes del suelo mojado en que –como yo- intentan ahogarse las gotas, buscándose unas a otras para acercarse a una pequeña muerte que no será definitiva.
Me sobra imaginar un futuro que se me aparece demasiado poco alentador; tanto que, por no desobedecer la Ley del Signo Negativo, no puedo evitar pensarlo durante dos de cada diez de mis minutos.
Y, a medida que voy aprendiendo trucos, me sobra también creer en la magia, fuente más de decepciones sin sombrero que de interminablemente estúpidos pañuelos de colores.
Dos pasos hacia delante y cuatro hacia atrás. Y vuelta a empezar. Es lo que toca. ¿Y mañana? Del menos dos al cero, hasta que me toque tirar de nuevo. Pero ya no tengo ganas de jugar: me cansé de perder y no me apetece ganar.
¿Otra partida? No he decidido si volveré o no a apostarlo todo, pero algo me dice que el único riesgo es que mis números se tornen aún más rojos.

sábado, 16 de febrero de 2008

Arriba y abajo: todos al suelo.

Ya no quiero mirar a nadie, pero tengo que decirlo. Como siempre, algo que me consume y que mueve, casi con desesperación, mis dedos sobre el teclado –el mismo de siempre, el último que suele verme antes de dormir.
Lo siento, ¡pero vengo para decir que estoy harta! Harta de esa fea costumbre que tiene la mayoría de pisar a quien considera que está “por debajo” –en cualquier ámbito y en cualquier sentido- y de poner la zancadilla a quien está “por encima”.
Así, si los afectados –incautos- nos dispusiéramos a dar la vuelta al globo colorista y nuestro proyecto tuviera algún éxito, algo cambiaría. Pero, para el caso, el resultado sería el mismo: arriba y abajo, todos al suelo. Porque los del medio siempre son más, por definición, y que estuvieran cabeza abajo sólo variaría la forma de afectar a los afectados, los cuales no cambiarían más que su disposición (abajo los de de arriba y arriba los de abajo).
¿Qué pasa entonces? ¿Adónde nos lleva esa conclusión tan metafórica como absurda? Pues ni más ni menos que a demostrarles a los dueños de esos malintencionados pies cuáles son nuestras intenciones. A demostrar que nadie está dispuesto a que le pisoteen ni a que le derruyan la escalera, y que algún día no significarán nada esos noventa grados imaginarios que hoy por hoy amenazan –sin que se percaten siquiera- con pincharles el globo con que juegan.