lunes, 30 de julio de 2007

Reloj, no marques las horas.


Quiero que se pare el tiempo. Tenga o no forma de pera. Quiero que las agujas del reloj que nunca llevo me den tregua por unas horas. O hasta que se cansen de estar quietas. Hasta que nos cansemos; nunca. En el preciso instante que yo elija –libre, libre, libre. No quiero guardarlo entre recuerdos, sólo quiero vivirlo. El momento justo en que quiero querer y quiero, en que no me avergüenzo de ser yo ni de ser como soy, en que el mundo no me queda ni grande ni pequeño. Por una vez. El vacío sucumbe a la emoción: es la emoción de ser libre. Y lo puede todo. ¿Quién no lo ha deseado nunca? Jugar a ser… dueña del minutero que me agobia, del reloj que me recuerda, incesante, el hecho de que el tren se irá sin esperarme y sin remordimiento. Dominar unos segundos inexistentes, detenidos. Hacer que la curva tienda al infinito, hasta que el mundo sea absurdamente mío. Sin girar, porque una ilusión, la mía, ha hecho que se detenga para mí. Para nosotros. Aunque para el resto siga su curso. Por favor, no marques las horas.

“Detén el tiempo en tus manos, haz esta noche perpetua. Para que nunca se vaya de mí, para que nunca amanezca.”

domingo, 29 de julio de 2007

¿Oremos?

Sobre el valor del rezo mecánico, ¿qué puedo yo decir? Pues en fin, me temo que bastante poco. No obstante, me aventuro a escribir que he llegado a la conclusión de que, incluso desde el ateísmo, tiene un carácter extraña pero extremadamente práctico. En mi opinión, materializa la esperanza y es capaz de evitar que se volatilice la tranquilidad en ciertos momentos, especialmente lo primero. Porque si el objetivo no fuera más que distraer la mente, también se podría contar ovejitas (sin ánimo de ofender), casi con idénticos resultados. (Método, el de las ovejas, cuya validez no está garantizada para mentes complejas). Por otra parte, recitar ayuda a quienes sería de agradecer que no estorbaran en situaciones extremas a que no pierdan los nervios y empeoren lo que creemos que no puede ir peor –equivocándonos, probablemente. Son ellos a los que, según Nietzsche, “la religión sólo les pide que se estén quietos con los ojos, las manos y los órganos de todas clases” para que al menos no molesten ante este tipo de circunstancias, teniendo así “la oportunidad de parecer temporalmente embellecidos y… ¡más semejantes al hombre!”.
Ni para los creyentes, ni para los agnósticos, ni para los sin-dios: sólo para los que buscan el beneficio de ellos mismos y de los demás en un espíritu “añejo” o recién estrenado, pero de igual valor que todos los demás, de igual valor que la Igualdad.
Lejos de los prejuicios y, a poder ser, cerca del camino que nos lleve a mirarnos sin rencores infundados, sin condición.

A los cansados de estar cansados.

Que sé muy bien que cansarse de todo es un problema. Es un problema bastante agotador querer hacerlo todo a la vez, y al ver que no se puede abarcar tanto, optar por la inactividad. Al igual que lo es sentirse incomprendido, aislado, sin poder confiar en nadie porque sabes que nadie te entendería. No buscas la soledad: ella te busca a ti y, puesto que no siempre encuentras un buen escondite, es normal que acabe por alcanzarte.

En esos momentos, piensa que no estás solo. ¡Y qué más da si en verdad lo estás! Incontables son, y seguirán siéndolo, las veces en que prevalece la importancia de la creencia sobre la realidad. Quieras o no. Por eso, piensa en esas pequeñas cosas que hacen que la vida valga la pena. Y que conste que lo digo a sabiendas de que nuestro continuo hablar de “las pequeñas cosas” va a acabar por convertir este tema -si no lo ha hecho todavía- en eso que tanto pretendo evitar y que (entre nosotros) podríamos llamar “topicazo”. ¡Hay tantas razones para vivir! Para adorar la vida, ¡tantas! Tantas, que por mucho que te canses, por mucho que sientas que lo que haces no termina de llenarte, siempre habrá un millón de motivos por los que decir: ¡GRACIAS!

¿Gracias a quién? A ti mismo, para empezar. También, por supuesto, a los que te rodean y tratan, con la suya, de hacer tu existencia más llevadera, más agradable, más completa, e incluso, más mágica. Sin olvidar a aquellos que, de algún modo, te hacen sentir vivo. Ya sean desconocidos que se preocupan por ti al ver que has tropezado en la calle, que te has perdido o que una lágrima moja tímidamente tus mejillas, o bien cualquiera de aquellas personas –por desgracia… ¡cuántas!- que sólo te llaman cuando están buscando algo de ti, y te sacan de tus casillas –porque hasta la más paciente de las paciencias tiene un límite. Y es que a los hipócritas, los desesperantes, los mentirosos, los imbéciles, los altaneros, los vampiros –en ambos sentidos, que estaba quedando esto demasiado normal-, los avariciosos, los egoístas, y a todos esos seres –bueno, de lo de los vampiros no humanos no estoy del todo segura- que “no son más que lo son” pero se empeñan en demostrarnos lo contrario, no se les puede negar el don de hacernos sentir vivos, muy vivos; tanto que nos tiraríamos –como vampiros, ¡sí!, como vampiros- a esos cuellos en cuyo interior sabemos que residen esas incansables cuerdas vocales que se enredan en nuestros cables hasta que acaban, más que cruzándolos, cortando alguno.
Y si a algo o alguien debemos agradecer el milagro de sentir cada mañana es -¡claro!- a ese inmenso “escaparate interactivo” que es la vida.

Repite conmigo: ¡Gracias! Y repítelo con mayúsculas, amigo, que para eso agradeces lo mejor –y lo único, me atrevo a decir- que puedes asegurar que tienes. A estas instrucciones tengo que añadir, humildemente, otra condición, y espero no ser pesada. Si puedes, sonríe mientras lo repites, para ti o para los demás. Elige. Siempre, a todos: Gracias.

miércoles, 25 de julio de 2007

Tú justificas mi existencia.


Casi nunca las historias comienzan como si se tratase de cuentos ni, por supuesto, acaban como tales. Aunque a veces pasa que hasta el más tímido se desinhibe y el más raro actúa del modo más normal. Y, pese a que la excepción NO confirma la regla (¿a quién se le ocurrió traducir semejante estupidez?), todo puede suceder. Siempre quise creer en los Reyes Magos, incluso cuando me costaba tanto... Cerraba los ojos y hacía un esfuerzo por creer que esos tres hombrecitos ataviados tan majestuosamente subían con sus camellos hasta el cuarto piso en que vivía, llevando a cuestas trescientas ochenta y tres toneladas de regalos, las cuales debían ellos repartir a diestro y siniestro en una sola noche. ¡Sí! Una sola noche. Y tan sobrados de tiempo que en mi casa se permitían comer cinco tabletas de turrón y ocho naranjas. ¿Por qué no estaban más gordos? Estarían cansados de quemar calorías esa maldita noche, que encima hace frío en enero, y con tanto reparto y tantos niños inquietos aguardando a ver si, por un desliz, les pillaban en el descansillo, cualquiera soporta la tensión... No puedo renunciar a los cuentos. Además, no voy a dibujar ningún final. Con seis años sabía, de algún modo, que perder la ilusión era la peor de las opciones. Ahora, creo en ti. Pero no dudo: eres de verdad. Es la niña del ayer la que se ilusiona más y más. Por suerte, mi castillo ha dejado de ser de arena y sustentarse en el aire.
Así que “érase una vez” mi historia -y la tuya. Para contarla imploro a la magia de las letras, capaz de convertir al reo en rey, que haga de ti mi reo y mi rey. A cambio yo le entregaré mi alma, mi pluma, y una promesa. Quiero ser –y me atrevo a gritarlo tanto que atraviese y derrumbe estas murallas de piedra, de prejuicio medieval, de nada- presa en tu castillo y reinar en su interior. Un día, me dejé llevar. (Por cierto, ¡¿qué hago despierta a las tres y cuarto de la mañana?! ¿Lo mismo que a las tres y cuarto de la tarde? ¿Cómo que quererte?).
Renuncio a las palabras que acuden a mí, todas a la vez, en tropel, decididas, a lomos de un caballo de Troya en el que tú te escondes, preparándote para el asedio, y que ni siquiera estoy segura de que sea real. Son demasiado dulces, te lo he dicho tantas veces… No puedo vivir sin ti. Y te lo escribo así: sin azúcar, sin pretensiones egoístas, con lo único que tengo.

Libertad no conozco sino la libertad de estar preso en alguien. (Luis Cernuda).

martes, 24 de julio de 2007

Sueños de libertad.

Soy presa de un anhelo de ser libre que me consume entre estas cuatro paredes. Miro a mi alrededor y sólo encuentro rejas; unas rejas que para mi desgracia yo misma he forjado con ese algo que me quema y que algunos llaman desconfianza. Qué difícil vivir sin recordar por qué vivo y sin dar con la llave que busco a tientas, incansable. Qué difícil estar perdida en mí misma. Sigo buscándote –a ti, sí: a ti- para descubrir que no estás. No. Sin llamar al timbre, sin gestos ni palabras, a mi escalera parecen sumarse más y más peldaños, noes maliciosos que te hacen menos y menos cercano. ¿Cómo descender? Si atrás no queda más que un desván sin puerta, un ayer destartalado, tan absurdo como cualquier baúl de sueños rotos… La sola solución es subir, ciegas las sombras, sordos los pasos, tomando por bastón un sí. O un no disfrazado de esperanza, cargado del positivismo propio de la juventud. Porque de su fuente no gotean años sino ganas de sentir. ¡Claro que siempre le queda mucho más por vivir a quien lo ansía!

La vida. Cuando llega la locura.

Cansancio, hastío, impotencia, rabia. Perder la cabeza escuchando el bullicio de algo que bulle en algún lugar y sentir que quizá nada tenga sentido, incluso que puede que no lo haya tenido nunca. Sólo sabiéndote solo, presa del resentimiento y guiándote por un olvidado mapa al revés que llora haber perdido el Norte. Es entonces cuando la duda te asalta; inerme luchas por proseguir, pero en el empedrado se interpone un pie que te detiene nuevamente. Decides enfrentarte a la realidad: ahora, cegado por el desconcierto y tanteando a tu alrededor, buscas respuestas. Pero no palpas más que un gastado papel de “siga jugando” y la incertidumbre de un “¿por qué?” Y el negro se tiñe de blanco… Al tocar ya no hay nada: la posibilidad de aferrarse a un clavo interrogante también ha muerto. Sin embargo –o tal vez precisamente por eso- permaneces ahí, inmóvil, en ese recóndito rincón de ninguna parte donde hasta las sombras se desdibujan. Por un segundo en que las ideas se agolpan te crees capaz de dar con una razón; una basta. Pero no: no puede ser, y pronto caes, despertando con el pulso acelerado tras tropezar en tu ensueño. Con los ojos aún entreabiertos logras vislumbrar que en el vacío en que te encuentras descansan -inexplicablemente colgados- los recuerdos de un camino más o menos corto, menos o más cargado de sinsabores. ¿Balance de lo que fue, o del posible será? Probablemente de ambos; probablemente un simple desvarío; otro.

Soledad.


Una vez más, sentada. Hace horas que mi pared dejó de pretender ser mi confidente. Solo quedo yo. Sola. Lejos, una canción que se repite y se repite sin sonarme a nada, pero escucho el silencio. Un silencio con el que trato de olvidar que el fracaso y la impotencia existen, o de recordarme que puede que no signifiquen nada. Un silencio que observo –dulce, amargo, ya descolorido- y entiendo como único refugio. Es casi un sentimiento que nace acunado por un aire que calla, tintado de este invierno sin fin, acariciado por el pincel de la lluvia, buscando nada.
Y de nuevo me pierdo y, conmigo, las palabras.

Albores.


Soy diferente: sí. Y también consciente de que a muchos les molesta que lo sea. Pero, ¿qué me importa a mí? Hoy he ganado una nueva batalla, venciendo a la Pereza con que lucho cada día. Hoy estreno blog y alumbro pensamientos. Y lo hago con el ánimo del goloso que descubre una tableta de chocolate en la mesita tras comprobar casi con desesperación que no queda ninguna en el armario; o del pequeño que, nada más levantarse, recorre el pasillo en zigzag para ir, poco a poco, inaugurando lo que será la más importante de sus obras; o del alumno que, sin haber preparado un examen, lo afronta con el mayor de los optimismos, sentado en su mesa de colegio (tan típica, tan verde como lo sería su cabecita si fuera una fruta…).
Hoy soy yo la alumna, y este rincón, mi examen sin nota. Porque no tengo nada que perder y es en esa no-calificación donde está la clave, una clave que lleva impreso un nombre que no es el mío. Porque escribir en sí mismo es, si no Libertad, una liberación. Por eso, no haré por presentar este blog más que decir que en él no escribiré lo que caprichosamente quiera, sino lo que necesite escribir cuando el anhelo de libertad de mis ideas sobrepase mis límites.