domingo, 29 de julio de 2007

A los cansados de estar cansados.

Que sé muy bien que cansarse de todo es un problema. Es un problema bastante agotador querer hacerlo todo a la vez, y al ver que no se puede abarcar tanto, optar por la inactividad. Al igual que lo es sentirse incomprendido, aislado, sin poder confiar en nadie porque sabes que nadie te entendería. No buscas la soledad: ella te busca a ti y, puesto que no siempre encuentras un buen escondite, es normal que acabe por alcanzarte.

En esos momentos, piensa que no estás solo. ¡Y qué más da si en verdad lo estás! Incontables son, y seguirán siéndolo, las veces en que prevalece la importancia de la creencia sobre la realidad. Quieras o no. Por eso, piensa en esas pequeñas cosas que hacen que la vida valga la pena. Y que conste que lo digo a sabiendas de que nuestro continuo hablar de “las pequeñas cosas” va a acabar por convertir este tema -si no lo ha hecho todavía- en eso que tanto pretendo evitar y que (entre nosotros) podríamos llamar “topicazo”. ¡Hay tantas razones para vivir! Para adorar la vida, ¡tantas! Tantas, que por mucho que te canses, por mucho que sientas que lo que haces no termina de llenarte, siempre habrá un millón de motivos por los que decir: ¡GRACIAS!

¿Gracias a quién? A ti mismo, para empezar. También, por supuesto, a los que te rodean y tratan, con la suya, de hacer tu existencia más llevadera, más agradable, más completa, e incluso, más mágica. Sin olvidar a aquellos que, de algún modo, te hacen sentir vivo. Ya sean desconocidos que se preocupan por ti al ver que has tropezado en la calle, que te has perdido o que una lágrima moja tímidamente tus mejillas, o bien cualquiera de aquellas personas –por desgracia… ¡cuántas!- que sólo te llaman cuando están buscando algo de ti, y te sacan de tus casillas –porque hasta la más paciente de las paciencias tiene un límite. Y es que a los hipócritas, los desesperantes, los mentirosos, los imbéciles, los altaneros, los vampiros –en ambos sentidos, que estaba quedando esto demasiado normal-, los avariciosos, los egoístas, y a todos esos seres –bueno, de lo de los vampiros no humanos no estoy del todo segura- que “no son más que lo son” pero se empeñan en demostrarnos lo contrario, no se les puede negar el don de hacernos sentir vivos, muy vivos; tanto que nos tiraríamos –como vampiros, ¡sí!, como vampiros- a esos cuellos en cuyo interior sabemos que residen esas incansables cuerdas vocales que se enredan en nuestros cables hasta que acaban, más que cruzándolos, cortando alguno.
Y si a algo o alguien debemos agradecer el milagro de sentir cada mañana es -¡claro!- a ese inmenso “escaparate interactivo” que es la vida.

Repite conmigo: ¡Gracias! Y repítelo con mayúsculas, amigo, que para eso agradeces lo mejor –y lo único, me atrevo a decir- que puedes asegurar que tienes. A estas instrucciones tengo que añadir, humildemente, otra condición, y espero no ser pesada. Si puedes, sonríe mientras lo repites, para ti o para los demás. Elige. Siempre, a todos: Gracias.

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