sábado, 29 de septiembre de 2007

La vuelta, sin albaricoque craneal.


Nuevamente regresa la normalidad. Una normalidad cambiada pero que en apenas un par de semanas volverá a convertirse en rutina.

Hoy me asusta aquello cuya evocación me traía una imagen reconfortante del mañana, ayer. Es que aquí, a éstas y a otras horas, bajo este puente sin construir y que amenaza ya con derrumbarse, vivimos mi despertador y yo. Y él, por desgracia, cuando no concilia el sueño sufre graves crisis nerviosas, las cuales me obligan a librar batallas campales contra las sábanas para poder, así, levantarme y calmarlo. Día a día, mi lucha contra los pitidos descontrolados se repite. Parece no tener fin y temo que alguna mañana despertaré sin sueños. Al menos, ciertas madrugadas me anuncian que son de viernes. La de este antesábado tan largo fue, obviamente, una de ellas. Me dijo que podía quedarme hasta tarde. Pero son más de las once y empieza a despedirse de mí. Seguramente lo acompañe. El único premio con que me haré, una mirada –oscura, suya, sonriente- que se posa en la mía y me tortura.

Fuera, está lloviendo. Me da la sensación de que dentro también, aunque nadie protesta. No sé si es porque están dormidos o porque me he vuelto a quedar sola. Lo cierto es que la tormenta parece dotada de ser y su carácter se asemeja mucho al mío. Sus peores palabras ocultan una verdad ignorada: las mayores ganas de llorar. Se enfurece, cesa… y durante unos minutos sigue sin dejar de llover.

No me importa lo que piensen de mí, no me importa que a nadie le gustemos este texto o yo, ni que parezcamos desordenados e incongruentes. Sinceramente: no me importa. Debo confesar, dicho sea de paso, que esta despreocupación (de forma inevitable parcial y condicionada) es fruto de años – vale, no muchos- de reflexiones y, fundamentalmente, de errores, “errores irrefutables” del pasado. Es por este motivo por el que abandoné la ardua tarea de desahuciar mis ideas de ajedrecista prejubilado y me dediqué afrontar que se trata de un objetivo tan ideal como imposible. Di por perdida, por otra parte, la concienciación general de que preguntarme cuándo bajaré de esta nube es absurdo. Tanto como plantear al viento en qué circunstancias dejará este globo colorista y plagado de payasos de preocuparse por banderas. Podrían enseñar eso en los colegios. Lamento no poder hacer nada y lamento lamentarme. De quejumbrosos está el mundo lleno (y de otros especímenes a los que en lugar de un cerebro les tocaron un albaricoque y el valor de esgrimirlo orgullosos).

En fin, todos nos rendimos en ocasiones y todos nos excusamos en el hecho de que todos lo hacen…

sábado, 22 de septiembre de 2007

Conjugando el verbo criticar.

Es curiosa la facilidad con que criticamos a los demás -entendiendo criticar en su sentido negativo. Esa habilidad que nos permite pronunciar sentencias acusadoras con toda ligereza y sin ningún tipo de remordimiento –o con: omnipresente reincidencia-, qué extendida está. Cómo se nota que frente al fuego de lo malo casi siempre hay un reguero de pólvora.

¿Y todo para qué? Para excusarnos en los errores ajenos y tratar así de excluirnos de la asociación inexistente con más miembros potenciales: la de los que se equivocan. La integran, por lo común, el mundo entero menos la persona que esté refiriéndose a ella en un momento dado, ya sea a causa de un desaforado y momentáneo desdén hacia la “creación” o bien por un inconformismo crónico al que su propia persona es inmune (¿?).

Porque ¿nosotros? Nosotros somos perfectos: ¡faltaba más! Son “ellos”, los otros, quienes cometen locuras y son culpables de todo lo malo que les suceda a ellos y al mentor de la asociación en el tiempo elegido. Por eso, nunca podrán privarnos del derecho a mirarlos como a seres caídos de otro planeta. ¡Nunca! El único inconveniente, eso sí, es que el ellos y el nosotros se confunden, ya que intercambian constantemente los papeles hasta tal punto que ambos conceptos quedan enterrados por el relativismo y pierden su sentido.
Pues a ver qué hacemos, porque esto es serio. Y por mucho que parezca que estoy perdiendo la cabeza, debo decir a mi favor que estoy dispuesta a encabezar –sin ella, por supuesto- una búsqueda sin descanso de nuestras cabezas, de las de ellos, y de las que no son ni de nosotros ni de ellos pero también se han ido y merecen ser recuperadas. Si volvemos sin ellas, tendremos que abrir nuestros horizontes para ser partícipes de una nueva hazaña, en la que grabaremos nuestro esfuerzo también, del mismo modo pero con peores intenciones. Encontraremos algo o alguien a quien culpar de nuestro fracaso, del de ellos y del de los otros. No veo otro remedio. Aunque, pensándolo bien, no será tan fácil como antes, cuando había nosotros, ellos y otros. Para una vez que estaríamos juntos… y, sin empezar, la cosa –qué palabra más rebuscada, debí sustraerla en algún pasillo de biblioteca- se nos-les (a ellos y a los otros) complica.

Muy probablemente, ficharemos a un culpable antes de que lo haya. Así igual nos ahorramos incluso el ajetreo de perseguir las cabezas y esas historias. Total, para lo que las necesitábamos, ¿no? Ya está: la culpa del posible hallazgo fallido se la echamos al gobierno, o a la sociedad, o a suertes, que por lo visto un otro se ha traído unos dados de su otro mundo. No, si está claro que ¡no nos moverán!

Sálvese quien pueda…

sábado, 15 de septiembre de 2007

Sin nombre.

El chico había crecido en un poblado de no más de dos docenas de vecinos. Entre aquellas casuchas de adobe y paja era fácil respirar la humildad de unos moradores que, por o pese a ser pocos, eran uno. La piña no nació por casualidad o por meras simpatías sino que fue fruto de años de penurias compartidas. Se trataba, y nadie se atrevió a ponerlo en duda jamás, de una unión estrictamente necesaria para sobrellevar en las mejores condiciones posibles las terribles sequías con que, periódicamente, la aldea era azotada sin piedad.

De lo que aconteció durante el transcurso de aquellos cuatro abrasadores meses de 1901 en ese lugar cuya ubicación no figura en los mapas, sólo diré que no quedó ni gota de alegría, ni de esperanza, ni de vida en ninguno de sus polvorientos rincones. Aquel año acabó en octubre porque en octubre ya no quedaba nada.
Aquel año, el pequeño aprendió a sembrar desolación. Demasiado temprano pero muy tarde. Sus penetrantes ojos negros, súbitamente envejecidos, ya no podían anegarse siquiera. Sus lágrimas, al igual que todo lo que rodeaba su cuerpecito abandonado, también se habían secado. Así, era imposible ahogar la desgracia. Seguía siendo un niño. Un niño sin edad, sin tierra, sin llanto y sin nombre. Sin nombre, sí. Porque la adversidad que arrasó aquel pedazo del mundo se lo había llevado consigo, y él lo sabía. Lo que más le asustaba era que no lo echaría en falta: los nombres son para los que alguien necesita nombrar. Y a este mensajero de la miseria no le quedaba sobre la tierra más compañía que la de aquel perro desorientado y vagabundo que parecía recién salido de una reyerta con el diablo. Ambos eran los únicos supervivientes del desastre. Sólo ellos escaparon a la tragedia, y fueron ellos mismos quienes más la sufrieron. Frente al ¿por qué?, la más triste de las respuestas. La única explicación que cabe en esta historia: hasta la muerte los había olvidado.

Por mi parte, siento anunciar que ya dejé de escribirles cartas. No tenía adónde enviarlas y, al parecer, ninguno de los dos sabe leer.

Ninguna parte, 15 de septiembre de 1904. (Traducción libre de Joyce).

miércoles, 12 de septiembre de 2007

Llueve sobre mi rosa.


Mis momentos no siempre son malos. Sin embargo, si escribiera una novela breve y en ella tuviera que condensar algún archivo vital, estoy casi segura de que serían soledades y frustraciones las que ocuparían más páginas.
No porque relegue a un cuarto oscuro la parte positiva de mis días, ni porque sea una amargada retorcida que desdeña sin más por ser incapaz de encontrar un poco de luz en todo esto. ¡En absoluto! Es por una manía que tengo y a la que creo haber hecho ya alguna alusión. Bueno, por dos: no soporto dormir con los ojos abiertos y, además, escribo cuando estoy cansada. Es cierto que hay muchas formas de recomponer una cadena de eslabones inconexos. Pero que nadie dude de la naturaleza de esa cadena, porque es literatura. Literatura milenaria, salvajemente viva, reina de la vida, siempre nueva a unos ojos que no la han descubierto, muerta para quienes no creen en ella. ¡Literatura! Qué no daría yo por escuchar de nuevo tu nombre en los labios deseados. Qué no daría por poseerte. Y, pese a todo, al fin y al cabo sólo escribo por necesidad y esto que compongo, inútil, no tiene nada que ver contigo. Amante inmortal, sé que no estás en estas frases mal elaboradas sino detrás de ellas. Pero al menos no ambiciono más que acercarme un poco a ti, y eso me deja donde estoy.
El caso es que quiero hacer una excepción. Este capítulo, espero no decadente, no será uno de mis relatos de decadencia ni otro homenaje al absurdo. Sencillamente, tratará sobre la parte más amable de este laberinto en que me encuentro y cuya salida espero no hallar en mucho tiempo. Podría resumirlo en un año. También sintetizarlo en un pronombre. Es muy posible que no sea imprescindible más que una sola palabra. En lugar de eso me limitaré, no obstante, a decir –a viva voz y sin articular sonido de ninguna clase- que ayer fui libre y gocé mi libertad.

Noche de lluvia tormenta sentada en la parada de autobús sola ligeras gotas de lluvia tú coches luces rostros expectantes sigo aquí ojalá estuvieras otro rayo no puedo olvidar no no es ese gracias nada más no importa si no… dime sí esperando aún te quiero sí sigue lloviendo hacía tiempo que no me sentía tan debe de ser no tampoco es vendrá son las… sí es pronto todavía no sé qué.. pero qué importa cuando llegue sí no pensar blanco da igual vivo personaje de libro me encanta hablaremos cuando… esa letra gracias me siento… cuidado se cae que dure papel oscuro boca abajo quizá en el armario no abro casi nunca buscaré momento magia tanto tiempo ¿qué digo? sentada yo… al fin algo que… sí ahí está paraguas no si está cerca cuidado flor corre la bolsa sujeta ya hablamos te dejo viene se moja así mejor ya está buenas noches ése sí cuidado con la… ahora.
Allí estaba, de vuelta, después de recorrer el andén. Sentada en las rodillas de una tormenta que anunciaba el final del verano. Me parece que fue ayer… Con una media sonrisa, imaginando otra media sonrisa y pensando en el modo que elegiría para conservar una rosa.

domingo, 9 de septiembre de 2007

Los periódicos titulan: "Hay vida en la Luna".


Haré estallar un volcán. ¿Qué digo? No es más que el flexo que ilumina mi escritorio, y sólo mi escritorio. Yo… yo sigo en penumbra.

Quizá si… No, tras el cristal de mi ventana ni siquiera luce el sol. Estará ocupado. Espero que no se trate de un viaje de negocios. La última vez que nos vimos me prometió que nunca se vendería. Fue cuando le supliqué que no contara a nadie mi secreto. Es que hace años compré una parcela en la Luna y preferiría que ese tema no saliera a la luz, por aquello de la especulación. ¡Ahí va! Lo he dicho…

He de añadir, señor inspector, que no pretendo construir nada en ella. Suelo ir sin más interés que observar mis problemas desde fuera, desde “muy afuera”, desde tan lejos que su oscura imagen quede oculta por las nubes. ¿Qué? Perdone, pero dudo mucho que le invite a usted algún día a mi paraíso sin ley. ¿Anarquista? ¿Qué dice? No, no: sólo es mío. Entiéndame. Allí no me importan ni su traje ni sus ideales prefabricados. Bueno, aquí tampoco, pero finjo que sí. Nada personal, no se preocupe. Lo mejor será que se quede. Pero volvamos a lo nuestro. Ya sabe, lo de antes. Yo hago como que le escucho mientras usted aparenta ser importante: una sencilla compra-venta de opiniones que carecen de valor. ¿Adónde quiere llegar? ¿Está loco? ¡No, claro que no! Oxígeno no es precisamente lo que necesito cuando no puedo respirar. Qué absurdo es todo aquí. Qué absurda es su corbata de rombos. ¿O será la influencia ejercida por su dueño, que no deja de apretarle el nudo? Bah, da igual. Si yo ya me iba.

Pensamiento a pensamiento, en cada línea me aparto más de este mundo en que no hay tiempos fáciles, acercándome a mi pequeño terreno lunar –deleitada, progresivamente olvidada, más yo al despojarme de un millón de bártulos inútiles y de toda esta parafernalia que no se cansa de agobiarme.

viernes, 7 de septiembre de 2007

Me gusta.


Me gusta teclear palabras a las dos de la mañana por necesidad. Me gusta atiborrarme de chocolate con un 93% de cacao y no arrepentirme después. Me gusta verte sonreír. Me gusta que alguien que me quiere me diga algo gracioso y no pueda evitar volverse para verme reír. Me gusta la literatura y cuando todo el mundo me recomienda encarecidamente un libro –el mismo- surgen en mí deseos irrefrenables de ir a la librería más cercana para asegurarme de cuál es y comprar otro. Me gustan las matemáticas, la física y, sobre todo, no avergonzarme en absoluto de nada de lo que estoy escribiendo. Me gusta oír hablar a personas cuyo idioma (aún) desconozco. Me gusta tirotear prejuicios y criticar a los criticones. Me gusta volver a casa en tren, tan distraída que cada minuto de trayecto haga tender a infinito las posibilidades de no volver hasta el día siguiente. Me gustan los pantalones y zapatos de cuadros. (?). Me gustan las “boguimolas” que comen los niños pequeños, y el café con leche si lleva seis cucharadas de azúcar. Me gusta pasar horas pensando antes de quedarme dormida. Me encanta discutir, en el buen sentido, ¡cómo no! Me gusta la brisa que me acaricia cuando camino sola y me siento bien. Me gustan los ambiciosos cuyas aspiraciones no consisten en pisar las de sus vecinos existenciales. Me gusta curiosear para entender cuestiones que la mayoría calificaría de inútiles. Me gusta ser esponja sin tener mi propia serie infantil. Me gusta más ver la “tele” cuando está apagada porque así, al menos, se le puede conceder el beneficio de la duda. Me gustan las caras de sorpresa. Me gusta ser más pesimista que el propio Murphy y luchar de todos modos por darle la vuelta a la tostada gigante de la vida, aun a riesgo de morir ahogada por la mantequilla. Me gustan las películas que se hacen llamar “del absurdo” porque, a diferencia de otras muchas, no venden un espectacular hilo argumental que al final resulta ser fantasma. Me gusta jugar con niños pequeños, olvidando por un momento en qué van a convertirse en unos pocos años. Me gusta que me trague la tierra en situaciones incómodas. Me gusta mi nuevo reloj de sol y usarlo en interiores. Me gusta envolver regalos de forma “original” para disimular que envolver no es lo mío. Me gustas cuando estás dormido y hasta pareces bueno. Me gusta ser yo misma quien desordena mis pertenencias: si no, después no encuentro nada. Me gusta no tener remedio, pero no tanto como darte la razón cuando me lo reprochas como si fuera un punto negativo. Me gusta ser como soy, porque no puedo evitarlo.

jueves, 6 de septiembre de 2007

A veces, no puedo reír.

Todo porque ahora tengo miedo. Y miedo al miedo. A un miedo tan irracional como casi todos. A ese miedo que no sólo ciega: también entiende de locuras. Pidiendo una oportunidad. No más. Una vida por delante que debe ser vivida como siempre quise. Miles de sueños por cumplir y ganas de recoger del suelo las ilusiones perdidas. Pidiendo una oportunidad. Una. Quiero vivir. Hoy más que nunca, quiero vivir. Porque, hoy más que nunca, valoro poder seguir adelante. No es cumplir todas mis aspiraciones lo que deseo: pido únicamente la posibilidad de intentarlo. Hoy menos que nunca, me preocupo por la forma en que escribo estas líneas. Es el miedo -¿o la esperanza?- quien las escribe. Será la desesperación. Será ella quien no me deja reír. Ha enredado mi sonrisa entre sus dedos y no sabe si alguien acudirá a rescatarla. No sé si, a tientas, sigue esforzándose por marcar el 112 o si aún arremete contra su secuestradora. Lleva horas sollozando en silencio, como si se hubiera rendido.

Descubridor perdido.


Descubridor perdido, que cambiaste los océanos por lágrimas; que dejaste de soñar con cambiar el mundo y abrir nuevos horizontes para anegarte en llanto; que cubres con tu desconcierto el vacío que dejaron el exotismo y los tesoros escondidos. Descubridor perdido, ¿es que no ves que sucumbiste ante el orgullo del hallazgo? Olvidaste una naturaleza inexplorada –la tuya- por dedicarte a recorrer paraísos que jamás te pertenecieron.
Aventurero solitario, llorando tu soledad en el corazón de la selva. Sediento de compañía, desvalijada tu alma. Puede que nadie vaya a buscarte, lo sabes. ¡A ti, que tanto has encontrado! ¿Quién podría hacerlo…? ¿Quién si no tú, viajante vagabundo, daría el alma por entrever la silueta del abismo? Eres conquistas sumergidas. Eres un texto sin rumbo entregado a destiempo.
¿Y si pudieras llevarme contigo? Pero tu cuerpo abandonado hace mucho que es un pecio en el fondo de unas aguas que tienen poco de reales. Son las de una ínsula que inventaste y fue testigo de tus días de ilusión. Aquellas cuyas olas ahogaron la voz de un niño al que no quisiste escuchar. Son ésas, te digo. Escucha. No niegues que estás llorando. ¿No lo escuchas?
No sigas negándolo… Escucho. Vida, tu vida, si vida, escalar: sin dirección ni sentido, como módulo los incontables peldaños de una escalera que no conduce a ningún lugar. Ni en tus brazos, ni en tu barca, ni en tu isla hubo nunca espacio para dos. Ojalá fueras un náufrago.