sábado, 22 de diciembre de 2007

¿Quién ha dicho que vengo de serie?

Qué lástima me dan los que no sienten; los que viven arrastrados por la corriente; los que no saben reír cuando van en dirección contraria; y los que no me entienden. Y qué lástima me doy a veces cuando sé que ni lo intentan, cuando me río de ir siempre con los pies en la cabeza - la cabeza en los pies-, y cuando no puedo evitar sentir. Otra vez, sí. Otra vez estoy cansada. Porque no me gustan ni los círculos ni que los ríos vayan al mar. Pero, sobre todo, odio –ODIO- no poder dominar mi mundo en este veintiuno de diciembre que algunos dan por terminado, en este viernes sin fin que no recuerdo a qué hora empezó. De igual forma, odio el rumbo que he extraviado, tanto como saberme un punto vagabundo.
Ya llegó ella, de rojo y verde, y las calles se visten, las luces despiertan, renacen los escaparates. Pero, ¿y la gente qué? La gente compra. Y compra. Y regresa para comprar algo que ha olvidado. O que nunca ha querido. Los colores lo inundan todo un año más. Pero mi árbol de plástico ha ido haciéndose más y más pequeño cada navidad. Y, con él, mi ilusión. Ya no hay adornos ni guirnaldas en mi vida, y las semiesferas de cristal que pretenden encarcelar nieve han perdido su magia. (¡Vuelve!)
Aquí no queda nada. ¿Sabe usted dónde puedo…? Silencio.
Vacío…



De repente, una sonrisa.

Un regalo desinteresado: ¡un beso!

De nuevo esos labios. Pidiendo ser besados, sonrientes. Ellos no ven: sólo sienten. (Se acercan más y más, hasta hacer desaparecer las luces de colores, los cristales tintados de tentación, la gente…).


Sólo una nota: no lo intentes, no podrás comprenderlo. Hoy no. Es que no vengo de serie y la mantequilla de la tostada ha caído sobre lo que podías llamar manual de instrucciones.
A lo mejor tenías razón.

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